A finales del siglo XIX asistimos en Europa a la llamada Época de Oro de las muñecas de porcelana.
Se elaboran bellos moldes de los que saldrán a diario bellísimas cabezas de muñecas, las cabezas de porcelana. Se hacían de caolín, una materia prima que, tras pasar por los moldes y solidificar en los hornos a altísimas temperaturas, daba lugar al biscuit, un material relativamente resistente y duro con el que se lograba una perfección tal de rasgos nunca hasta entonces conseguidos que logró encandilar a varias generaciones, siempre de las clases pudientes. Los cuerpos, cuando las muñecas no medían más de 25cm, se podían hacer en su totalidad de biscuit. A partir de ese tamaño se solía usar, al principio, el papel maché, el trapo relleno para muchos bebés, la piel de cabritilla para las famosas muñecas tipo maniquí articuladas, o más adelante los cuerpos en composición.
Representaban a toda una época, toda una vida, los lujos, los trajes de infinitos encajes, todo el esplendor de una era victoriana a través de una muñeca. Tener una muñeca de porcelana era un lujo a manos de muy pocos. La mayoría de las veces eran los padres quienes regalaban las muñecas a las madres, que las guardaban celosamente en lujosas vitrinas, y las niñas, ensi-mismadas, debían conformarse tan sólo con mirarlas a través de los cristales.
Más adelante, hacia la primera década de los años 20, las principales factorías, con la intención de acercarse a un número mucho mayor de familias, comienza a realizar, junto a la porcelana, las cabezas de las muñecas con masa cerámica, parecida a la porcelana, no tan exquisita y fina, pero de la que se conseguían bellísimos rostros de muñecas y bebés a un precio más asequible.
Fotos extraidas de la web
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Nena K